miércoles, octubre 31, 2012

LOTERIA FAMILIAR




La familia se había reunido. Éramos nosotros y unos cuantos hermanos de mi abuela. Yo tenía un precioso juego de  lotería, regalo de mis padres. Empezaron a jugar al bingo familiar con ese desparpajo tan común en alguien que espera pasar una agradable velada.  En medio del juego, yo pedí “cantar” los números. Me dieron las bolillas. Al poco rato, el tío “Palo” comenzó a protestar por mi demora y mi “tartamudez”. Al principio, nadie le hizo caso. Pero fue tanta la insistencia y su enojo que mi mamá optó por quitarme las dichosas bolillas. Comencé a llorar y mi madre estalló. Me levantó en una forma violenta e irracional. Me llevó a la pileta de la cocina, abrió la canilla con toda su fuerza y metió mi cabeza bajo el  chorro de agua. Nunca sentí tanta desesperación como aquella vez. No recuerdo cómo terminó la reunión, pero sí que mi madre dejó una parte de su ser en ese hecho que nunca pudo perdonarse y que –después- me pedía que no se lo recordara  porque le hacía mal. Es que en esa noche se dejó llevar por un tipo que era la imagen del fracaso. Por alguien que después pagaría tanta arrogancia de la forma más cruel, pero esa es una historia tan vieja como el hombre: no ser capaz de aceptar al otro tal cual es.

©  Juan José Mestre.

martes, octubre 30, 2012

TULES

Esta 


TULES


No recuerdo en qué momento la niebla me fue cubriendo de ausencia y olvido. Seguramente, fue en el instante aquel en que te dije que te amaba, pero no iba a luchar por retenerte. Sabía que era lo mejor para nosotros, que nada tenía para darte: ni siquiera el amor era suficiente, ni siquiera mi dolor me daba derecho a someterte a la mísera existencia de mis días.

Y tú, ¡eras tan joven! Si me parece ver tus ojos en llanto solamente por ver los míos en llamas... Así, nos fuimos perdiendo entre palabras huecas, excusas que nos inventamos para poder ver en el mañana una pizca de azul en el cielo, con tus culpas por no amarme. Con las mías por hacerlo.


Eso fue todo lo que hubo entre nosotros. Un puñado de errores que la inercia de la niebla fue desdibujando hasta convertirlo en grises apagados, en luces que se quedan atrapadas por las sombras. Hoy no soy nada. Sólo el agujero negro de mis cuencas sirve para contener aquella imagen raída por el triste crespón de la lejanía.



© Juan José Mestre.










lunes, octubre 29, 2012

¿CÓMO HICIMOS?


¡CÓMO HICIMOS?

Por esos insondables misterios que tiene la vida, nos conocimos. Y por esos misterios, también, hemos elevado al universo el inescrutable canto de la amistad. Pero no quiero arrogarme méritos. Recuerdo que Tina, en primer año, quien vino a buscar unos apuntes y yo la recibí con una camiseta musculosa pavorosamente horrenda. Aún así, consiguió los apuntes. Y esto no es un dato menor en mi vida, ya que fue ella, también, la primera chica que se acercó a esta casa en los quince años que por entonces tenía en este plano.

Después, siempre estuvo presente, incluso en esos años en que se fue de Venado. En medio, cinco años de secundario fueron suficientes para sentirnos amigos. Y pasó esto que quiero que  explique, palabras más, palabras menos, Mario Benedetti:

"... sé por primera vez
que tendré fuerzas
para construir contigo
una amistad tan piola
que del vecino
territorio del amor
ese desesperado
empezarán a mirarnos con envidia
y acabarán organizando
excursiones
para venir a preguntarnos
cómo hicimos.”


Es que la amistad, esa sublime forma que toma el amor, es maravillosa. Maravillosa porque siempre está, sin egoísmos, con flores o con espinas y aún con desencuentros. Pero está y se percibe en la mirada del otro. Tal como lo percibo yo en la mirada de Tina.


viernes, octubre 26, 2012

Les diré que te recuerdo





“Cuando los ángeles pregunten por ti, les diré que te recuerdo.” Desde mis más lejanos años había escuchado esta frase en los labios de mi abuelo. En árabe adquiría una ternura cautivadora. Apenas dos estrofas de una antigua canción libanesa que seguramente había perdido en su bagaje de inmigrante. Las pronunciaba casi pudorosamente, como un rezo inacabado, lamentación atávica de tanto exilio.
Los años fueron aquietando los recuerdos y en esa duermevela de la mente quedaron refugiados. Un día de mediados de los setenta, en pleno otoño y con la pachorra de la siesta sobre mis hombros, caminaba yo por las calles de Rosario mirando en las librerías aquello que se vendía como oferta.
No sé por qué me detuve en una mesa donde se exhibían libros viejos, justo enfrente de uno que estaba al lado de La Metamorfosis de Kafka. Tenía tapas rosadas y su título hizo un tumulto en mi alma: “Les diré que te recuerdo”, de Wiliam Peter Blatty.
Lo tomé en mis manos temblorosas, pagué los pocos pesos que valía y me senté, conmocionado, en un banco de la peatonal Córdoba a hojear aquel tesoro de tres monedas. Al autor lo conocía por El Exorcista -¿quién no?-, pero en sus páginas me aguardaba la más excepcional biografía de mi abuelo hecho madre de un escritor norteamericano.
De eso trata el libro: una amorosa mujer libanesa que se desangra por el amor a su hijo. Todos los detalles, por nimios que sean, son un calco de la vida y las acciones de ese hombre que fue mi amigo cuando yo no los tenía.
Lo he leído cientos de veces hasta que creí que debía dejarlo descansar junto al sueño del abuelo. Hasta no hace mucho tiempo estuvo casi intacto en la mesa de noche de mi madre. Digno lugar para vivificar recuerdos de esa juventud que aún hoy vuelve de paseo y se queda un rato, juguetona, displicente en su sutil melancolía.

© Juan José Mestre

jueves, octubre 25, 2012

LETICIA



¿sabes que recuerdo tus ojos
conjugando tristezas en gris y azul
cada mañana?

¿sabes cuánta nostalgia despiertan
las auroras llenas de verdor
cuando en el cielo de octubre
juegan con tu nombre?

¿sabes que en el momento en que
veo al colibrí libar en una azalea,
los ecos de las eras me traen
la tibieza de tu abrazo, Amiga?


© Juan José Mestre

miércoles, octubre 24, 2012

UNA TARDE PERFECTA




Llegamos, mi madre y yo, alrededor del mediodía a la casa de Gustavo Tisocco en Buenos Aires. El anfitrión ya estaba horneando chipás con queso y, mientras terminaba con su primera tanda, compartimos unos mates. El almuerzo fue una ingente cantidad de esos panecillos regados con un excelente vino. Los demás invitados fueron  arribando de a poco y, por cada uno de ellos, salía una nueva horneada. Así, fue transcurriendo la tarde entre charlas con la música de la preciosa discoteca de Gus, las serigrafías de  Beatriz Martinelli, Silsh cantando en voz baja los tangos de Goyeneche, la simpatía de Aletse Santiago hablando de los pájaros de Cancún, las ganas de bailar  chamamé de Cris Chaca, los sueños de Karina Sacerdote, la poesía, la amistad, los comentarios de la noche anterior en el Centro Cultural General San Martín… En las estribaciones del ocaso, salimos en estado de gracia, con una sensación de calidez que nos unió para siempre. Fue una tarde perfecta y mucho más: un ensueño dorado en la fría jornada de mayo. Es que mayo tiene –aun con sus destemplanzas- ese encanto  otoñal, poético  como pocos.

© Juan  José Mestre.

lunes, octubre 22, 2012

LOS HILOS DE LA HISTORIA




El 6 de junio de 1944, conocido como el "día D", los aliados iniciaron el desembarco de un ejército de más de 150.000 soldados (73.000 norteamericanos y 83.000 británicos y canadienses) sobre las playas de Normandía.

Fue la batalla más devastadora de la historia. Al amanecer del día siguiente del final de los combates, el Comandante en Jefe de las operaciones, General Dwight David "Ike" Eisenhower caminaba pensativo observando la baja moral de sus tropas. Es que, a pesar del triunfo, aquello era dantesco. Los muertos y heridos se contaban por millares. El cansancio y la impotencia que había asaltado a aquellos hombres, estaba haciendo estragos en esas almas.

Conocedor de su oficio, el General llamó a la banda, formó las tropas y dio la orden de ejecutar aires marciales para elevar la moral.

No hizo falta mucho tiempo para que empezaran a resonar los sones de una marcha escrita muy lejos de allí, y cuyo autor la ejecutara por vez primera en el violín para arrullar el sueño de su pequeña hija en febrero de 1901.

Según cuentan, la escribió casi en su totalidad sentado en un banco de la plaza San Martín de Venado Tuerto.

Cayetano Alberto Silva, que de él se trata, es el creador de la marcha San Lorenzo, en alabanza al Combate del mismo nombre y bautismo de fuego de los Granaderos de San Martín en 1813. Luego, la vida castigó duro y partió hacia Rosario, ejerció su profesión y terminó siendo policía. Al morir por serios problemas de salud  en 1920, esa institución le negó sepultura en el Panteón Policial por ser de raza negra, por lo que fue sepultado sin nombre.
Sin embargo sus restos fueron trasladados en 1997 al Cementerio Municipal de Venado Tuerto a través de gestiones efectuadas por la Asociación Amigos de la Casa Histórica “Cayetano A. Silva”. Esta casa, sede del museo regional, Archivo Histórico, y sede de la Banda Municipal, tiene domicilio en Maipú 966, Venado Tuerto, y es en la que vivió el compositor.
Pero la Marcha no sólo estuvo en Normandía: Es que se hizo con el tiempo famosa en otros países hasta tal punto que fue ejecutada el 22 de junio de 1911 durante la coronación del rey Jorge V con la autorización previa solicitada a nuestro país por el gobierno inglés. Lo mismo ocurrió para la coronación de la reina Isabel, actual soberana inglesa. Además se ejecuta en los cambios de guardia del palacio de Buckinghan, modalidad que fue suspendida en el tiempo que duró la Guerra de las Malvinas. También fue tocada por los alemanes en París cuando durante la Segunda Guerra Mundial marcharon por las calles de esa ciudad. Curiosamente también el general Eisenhower la hizo ejecutar  -otra vez- al ingreso triunfal del ejército aliado que liberara a los franceses.
Es que los hilos de la Historia tejen ese misterioso azar llamado condición humana.

© Juan José Mestre

sábado, octubre 20, 2012

MADRE

HISTORIA SIMPLE


Esta historia es muy simple: en las bodas de platas de nuestra promoción, estábamos tomando un café y Leti me regaló este sobrecito de azúcar. Es un fragmento de un poema de Amado Nervo: Cobardía:



Pasó con su madre. ¡Qué rara belleza!
¡Qué rubios cabellos de trigo garzul!
¡Qué ritmo en el paso! ¡Qué innata realeza
de porte! ¡Qué formas bajo el fino tul...

Pasó con su madre. Volvió la cabeza:
¡me clavó muy hondo su mirada azul!

Quedé como en éxtasis... Con febril premura,
«¡Síguela!», gritaron cuerpo y alma al par.

...Pero tuve miedo de amar con locura,
de abrir mis heridas, que suelen sangrar,
¡y no obstante toda mi sed de ternura,
cerrando los ojos, la dejé pasar!


viernes, octubre 19, 2012

ÁNGELES Y DEMONIOS



Esto no va a ser fácil. Quiero escribir sobre mí en primera persona. Hasta ahora lo he hecho a través de mis poemas y prosas. Mis escritos. Hoy quiero develar   quién soy, sin metáforas ni eufemismos. La aceptación y el perdonarme han sudo los ejes de mi vida. Recuerdo un quiebre en mi vida (hubo muchos) pero a estos los alojé en un lugar inasible de mi memoria) que me terminó de moldear  tal cual soy, fue en la boda de Leti y Jorge. Cuando terminó la fiesta pasaron el video de lo que había sido la noche. Ahí estaba yo, con mis movimientos y mi voz distorsionada. Quedé en shock. Era mi imagen sin filtros de ninguna especie. Hasta ese momento, me había hecho una que pudiera soportar. Pero no era yo. Era un avatar similar a lo que era, pero no yo. Tuve que aceptarla, no tenía remedio. Luego vino la impresionante tarea del perdón. Me costó muchísimo, pero lo voy logrando día a día. Minuto a  minuto. He pasado las mil y una para llegar a ser lo que soy: un tipo con muchas limitaciones, pero también muchas potencialidades. Un tipo que debe muchas materias, pero va aprobando – despacio- otras tan importantes como las primeras. No estoy enojado con lo que soy,  pero tampoco feliz.  No es fácil ser diferente, aunque todos lo somos. Parafraseando a Orwell, hay algunos más diferentes que otros. A estas alturas,  estoy más libre que nunca en mi vida. Tengo a mis amigos y me voy reencontrando con la familia. Claro que tengo mis demonios todavía. Uno de los temas aún no resueltos es el de mantenerme célibe. Tal vez fuera por propia decisión, quizá por mi discapacidad; no lo sé. Sea como fuere, sigo practicando la aceptación y el perdón. Sin ellos, no estaría escribiendo mi historia tal como ahora. Historia que sigue abierta, inacabada, tan inacabada como yo. Ese es otro misterio que ni la muerte puede cerrar. Todos terminamos inacabados.

© Juan José Mestre.

jueves, octubre 18, 2012

ELEGÍA PARA UN GALLEGO


A MI PADRE



Desamparo de la muerte entre la fría melancolía de los duendes. Una mirada ausente, la sonrisa triste y suave, los pasos de mi viejo llorando huellas, la cabeza vencida por el cansancio, San Lorenzo en los domingos de Spica y Clarín porque se lo pedía, el casín y la loba en las tardes cuando la siesta se imponía, el pucho a escondidas, los sueños rotos de la vida, el amor entre susurros, las birras en el patio vestido de parra virgen, el verano que adoraba, el otoño que marcó la partida...
Una tumba, un recuerdo, un patoruzú que ya no leo, las naranjas Crush porque coca no había, el castillo en la exposición para el viaje de egresados y todos los misterios compartidos en la tierra y en el cielo que pintaba con el beso al mediodía, la casa que lo extraña, el sueño inmarcesible, el dulce celeste de sus ojos, Juancito para algún amigo, gallego para otros, un buen tipo para todos, Tía Vicenta maltratando a Illia, la tristeza de mi madre y mi recuerdo enamorado.
 
© Juan José Mestre
 

miércoles, octubre 17, 2012

LA CAMA





La abuela Paula siempre estuvo enferma, pero aquella noche, internada en el Policlínico Chapuis, se moría por enésima vez. Había rechazado la cuarta prótesis de fémur como consecuencia del Mal del Parkiinson que padecía. Con Leti decidimos ir a verla porque los tiempos se acortaban. Después de estudiar, llegamos a la tardecita y ya le habían servido la cena. Estaba con mi tío Alberto que, en vano, intentaba darle la sopa. El problema lo tenía con la cama ya que no podía ponerla cómoda: o muy alto o muy bajo. Mientras tanto, la abuela mascullaba algo inentendible, pero conociéndola no podían ser más que insultos para mi tío. Él, por su parte, agotado de tanto bajar y subir, la levantó hasta el tope, de modo que la Paula quedó sentada y con todo el peso de las  almohadas en las cervicales. Fue cuando, en un esfuerzo supremo, abrió los ojos y le espetó: “¡bajame la cama, pelotudo!” Risas generales. Con Leti salimos del sanatorio a las carcajadas. Ahí supimos que la abuela tenía un poco más de vida de la que auguraban los médicos.

© Juan José Mestre.

martes, octubre 16, 2012

DISCURSO DE LAS BODAS DE PLATA PARA LA PROMOCIÓN 1975




  La vida tiene estas cosas. Nos hizo creer que el tiempo no había pasado. Y nos dio esta sorpresa.

Veinticinco años se deslizaron para propiciar el reencuentro de una época como todas, con alegrías y de las otras, de las que también nos hizo olvidar. Cuando llegó aquella hora, aquella en la cual cada uno de nosotros tomó su propio camino, ni siquiera nos dimos cuenta que terminaba algo; más bien, para nosotros empezaba todo y la prisa era muy grande como para decirnos "Te veo dentro de veinticinco años". Aún ahora suena absurdo, pero es verdad: Hicieron falta estas Bodas de Plata de nuestra Promoción para volver a estar juntos.

Es cierto que algunos de nosotros tenemos una vida en común, porque nunca nos separamos y nos seguimos viendo, pero así y todo, lo hemos hecho como amigos, pero en este juego de roles que la vida nos propone, jamás lo hicimos como compañeros.

Entonces, si este mensaje trata de bienvenidas y recuerdos, deberemos decirles y decirnos: Bienvenidos a todos a esta época de evocaciones, bienvenidos por los recuerdos de nuestras esperanzas, de aquella época que fue única e irrepetible - como todas las épocas de nuestras vidas -, pero única e irrepetible al fin.

Y fue así porque nosotros, todos nosotros la hicimos así, porque en nuestros años de secundaria despertamos al amor, a ese amor que era nuevo para la mayoría, y también descubrimos la amistad, esa que perdura a lo largo de la vida, y las ilusiones de un futuro que ni nos planteábamos seriamente, porque eran años para tomarlos a la ligera, en los que hasta nuestras tristezas parecían más livianas
y hasta nos hacíamos ilusiones de que éramos invulnerables.

Tiempo aquel en el que cualquier tropelía cometida, nos parecía una hazaña de rebeldía, Porque eran años rebeldes y cantábamos "La marcha de la Bronca" y nos quedábamos extasiados con Pink Floyd o Deep Purple o con la guitarra prodigiosa de Santana...
Porque leíamos novelas baratas, pero también "Cien años de soledad", porque nos copiábamos y eso sí que era una hazaña, porque tomábamos Coca Cola o café después de ver "Las fresas de la amargura" en el Ideal y salir destrozados por la injusticia.

Pero al día siguiente, volvíamos con la inocencia incólume a nuestra rutina del colegio, a los apuntes prestados, a los recreos nerviosos para recuperar una nota en los cinco minutos que duraban... A los cigarrillos furtivos en el baño o en el patio, a las bromas pesadas y nuestras peleas diarias, casi continuas...

Fue  una linda época, porque el tiempo hace eso: nos regala etapas y nos deja recuerdos que son casi todos hermosos y nuestros dolores se van diluyendo como si se lavara una mancha, y nos queda sólo lo bello, lo bello y lo blanco y no hay más cosas amargas y tristes. No hay lugares tristes para nuestros recuerdos lejanos. Nuestros corazones no lo permitirían.

Así venimos esta  noche, con el alma pura de nuestros sueños jóvenes, muchos incumplidos, pero ¡qué importa! Nuestra realidad es ésta, ésta de hoy y ya mañana habrá tiempo para pensar en esas cosas. Lo que el hoy nos propone es este reencuentro de abrazos fraternos, de emociones fuertes, de lágrimas de alegría y de ternuras calmas que todos nos merecemos. Hoy es nuestra noche, debemos disfrutarla y estar todos juntos, juntos y amorosos. Para seguir llenando nuestras almas de alegrías y nostalgias, de sentires y amistades, de sonidos y aromas lejanos, de sabores casi olvidados, de facturas y de chicles, de amores y desengaños, de personajes queridos y otros no tanto.

La vida tiene esas cosas. Nos regaló esta noche, sin advertirnos siquiera qué cosas hacer para finalmente recalar en este puerto del alma que tiene un muelle seguro e incierto como el mar, un puerto que se llama corazón. Y claro, con el corazón pleno de ternuras y recurrentes imágenes que devienen de un pasado hermoso, se deslizará la noche hacia el mañana, que por cierto, nos dará la impresión de no ser ya los mismos, aún siendo nosotros mismos.

Sí, definitivamente, la vida tiene esas cosas y regalos como esta noche.  


© Juan José Mestre

lunes, octubre 15, 2012

MARÍA CECILIA




Llegaba todos los viernes a la reunión en la casa de Marta Porri, y se sentaba a mi lado. Desde ese momento, permanecíamos abrazados hasta el  final. Delicada, muy femenina, su riquísimo perfume que invadía todo el lugar, su voz suave engalanada con palabras medidas, su mirada como ausentes, denotaban una sensibilidad exquisita. Sensibilidad que se trasuntaba en su excelente gusto musical. Y lo compartía, porque me regalaba un cassette cada semana. Además de grupo, estábamos en contacto todos días: por la mañana, nos saludábamos por mail. En las meditaciones estaba pendiente de mí y siempre me ayudaba a levantarme de la  alfombra. Admiro aún hoy su silencioso recogimiento, casi como si no tuvi era nada que decir, del grupo, es la única amiga que conservo. Siempre estuvo conmigo, incluso en el tiempo que nos perdimos el rastro. María Cecilia Serrani es una persona muy importante en mi vida. Me enseñó cómo se puede seguir siendo amigo a pesar de la distancia.

© Juan José Mestre.

sábado, octubre 13, 2012

APARECIÓ EN MI VIDA




Apareció en mi vida la noche de la segunda presentación de mi primer libro. Simplemente, estaba allí con una cantidad enorme de ricuras  que ella misma había cocinado. A la semana ya estaba comiendo en su casa. Lo que siguió fue un constante brindarse con su inmenso corazón para ayudarme. Sin paqueterías, sin figuraciones, perfil bajísimo. Es bella por donde la mires.   También es dueña de un carácter afable y directo, si tiene que decirte algo no te va a escribir una carta: te lo dice en la cara y en el alma. Sólo puedo agregar que la quiero mucho y la admiro. Creo que no es poco. Vive para sus hijas: Anto y Agos. Las tres son inescindibles. Ah, se llama Mirian Vuscovich.

© Juan José Mestre.

viernes, octubre 12, 2012

LA COMUNIÓN






El 8 de noviembre de 1964 tomé mi Primera Comunión. En realidad, todos los chicos católicos lo hacíamos. Pero llegar a ello fue un arduo camino. Marga Graciano, mi maestra por aquel entonces, hizo las veces de catequista y el Padre Ernesto Borgarino me tomó un pequeño examen que aprobé sin dificultad. La dificultad surgió cuando la curia venadense se dio cuenta de que no podría arrodillarme. Me negaron rotundamente  la posibilidad de recibirla por ese motivo. No hubo caso: por más que rogara y pidiera mi madre por una excepción, se mantuvieron firmes. No se podía tomar la comunión de pie y mucho menos senado. Ya vencida, mi mamá le comentó el hecho a la tía Pepa de De Diego, hermana de mi padre y con llegada al clero. Sin dudarlo, mi tía fue a hablar con el obispo y consiguió la venia. Fue el día más feliz de mi infancia. A las ocho de la mañana me dieron la comunión y recuerdo que a la salida fuimos todos a formar frente al colegio Santa Rosa. A las diez estábamos en casa y mi tía Pepa me esperaba con un reloj pulsera que había comprado el Padre Jorge  De Diego en Rosario y una torta  amarilla y blanca.  Eran los colores del Vaticano, pero acá todavía no se sabía. Por la tarde, vistió el patio con manteles, guirnaldas, platos y vasos de esos colores. Cuando terminó la fiesta con más de cincuenta invitados, una breve tormenta de verano se llevó todo consigo. Sólo quedaron algunos globos como recuerdo. Me quedó la felicidad de aquel día perfecto, sin fisuras. Para  mañana faltaban unas pocas horas y había que sacarse la foto en el Estudio Bianco, muy de moda por entonces.

© Juan José Mestre.

jueves, octubre 11, 2012

LA CARRERA





Cuando había carreras de autitos en el barrio, era toda una fiesta. Nos juntábamos unos treinta chicos con nuestros autos arrastrados a piolín y en cuanto el largador daba la orden, ¡a dar la vuelta a la manzana! Eran autos hechos a mano por los mismos chicos, toscos, muy rudimentarios… Pero servían. Obviamente yo no podía,  pero mi tía Nilda, con sus trece años, ataba el  piolín en mi muñeca, me cargaba sobre sus hombros y corría tan rápido como podía. Llegar, llegábamos… pero últimos. No obstante, el placer de la bandera a cuadros no nos lo quitaba nadie.  Era una suerte de regocijo  y agotamiento totalmente asumido. Porque después venían los comentarios de la  carrera y eso era lo mejor de todo. Que fulanito pasó a menganito aprovechando un vuelco y esas cosas.    La carrera nos llevaba toda una  tarde hasta que el ocaso nos devolvía a nuestros hogares. Regresábamos excitados y cubiertos de polvo, de ese polvo tan parecido a la gloria y masticando  la tierra de una calle todavía sin asfalto.

© Juan José Mestre.

miércoles, octubre 10, 2012

LA MANO DE YERO





El invierno se hace sentir. Hace seis meses que mi madre partió. La tarde es apenas una penumbra macilenta. Voy a la cocina a tomar algo. Solo, con mi perrito al lado. Falta mucho todavía para que vuelva la señora. Se fue a pintura a eso de la una y hasta las ocho, con suerte, no vuelve. Bebo  una taza de una traza de té frío que me dejara al irse. Regreso a mi habitación y, de pronto, el pánico. Los pies se transforman en arcos muy cerrados, las piernas no me sostienen, el piso se mueve y el cuerpo tiembla. La sudoración aumenta, el corazón late desesperadamente. Me caigo. O por lo menos eso creo. Comienzo a gritar. Unos  sonidos guturales que  espantan. Trato de apoyarme en la pared,  pero solo consigo acercar a ella mi mejilla izquierda. Con ese único punto de apoyo, logro decir: “Dame la mano Yero”.  El perrito se para en dos patas y me brinda  su auxilio. Con él de la mano logro llegar al escritorio y me siento. Me calmo , la llamo a Leti por teléfono. Charlamos un rato. Le cuento. Me tranquiliza. Se ha ido. El  pánico se ha ido. Ahora es cuestión de  esperar unas tres horas más, sentado frente a la compu. Yero se queda conmigo, alerta. Un poco agitado. En silencio. Esperando, como yo, a que llegue la noche.

© Juan José Mestre.

martes, octubre 09, 2012

UN BUEN HOMBRE


UN BUEN HOMBRE



Se puede catalogar a mi abuelo Nasif como un buen hombre y sin duda lo fue. Vivió para su familia y su trabajo. Y los demás. Generoso  como pocos, se brindaba al prójimo sin condiciones. Pagaba las compras de las mujeres que hallaba en la verdulería, incluida mi tía Pepa, por el solo placer de de brindarse. Todos los mediodía esperaba la salida de las maestras de la escuela 497, a la sazón en Rivadavia y Pavón, para ayudarlas con los útiles y acompañarlas hasta su casa. Todos los días, puntualmente, se llegaba a la escuela donde estudiaba mi tía Nilda ( la 540) para dejarle facturas para ella y sus compañeros. Muchos le deben el trabajo de ferroviarios, muy bien remunerado en aquella época, por sus recomendaciones. Todos  los días compraba pan fresco y lo dejaba en una cesta para quien no pudiera comprarlo. Sí, digo pan fresco porque él mismo iba a comprobar que no lo habían cambiarlo. De mí no voy a hablar porque será redundante contar tofo  lo que me daba: sólo voy a decir que nunca me voy a olvidar de lo dorado del sol al atravesar la vitrina donde Sanesteban guardaba los pastelitos con almíbar que me compraba cada día. Ese mismo hombre murió el 20 de julio de 1962, veinte  minutos después de llevarme a comprar tizas de colores. Ese hombre al que los recolectores de  residuos extrañaban porque en las madrugadas les alcanzaba una copita de caña o de grappa.

© Juan José Mestre.


lunes, octubre 08, 2012

DON ROBERTO




Lo conocí siendo muy chico. Sabía (o lo supe después) que era muy amigo de mi abuelo. En las hilachas de memoria que quedan de aquel tiempo, veo a un hombre imponente, de voz profunda, cabello lacio negro, tez blanca y un mechón que caía por inercia sobre su frente. Un hombre duro, pero poseedor de la más infinita de las ternuras. Eso sí: imponía respeto. Nunca escuché que lo llamaran más que como “Don Roberto”. De pocas palabras, decía siempre lo justo, como un buen criollo por más ancestros irlandeses que tuviera. Lo vi por vez primera en Córdoba, aunque, por la amistad con mi abuelo, las familias se fundieran para formar una sola aquí, en Venado Tuerto. Se habían conocido –él y mi abuelo materno- por ser ferroviarios. Y nunca más se separaron hasta su mudanza a Córdoba. En mi mente sobrevive aquella quietud serrana de las vacaciones en su casa. En esa época la diversión no existía y era un completo rélax sentarse en la vereda y ver la puesta. Durante el día no quedaba otra cosa que ir a un potrero cercano y ver un picado de fútbol que se armaba entre los chicos y muchachones del lugar. Precisamente en uno de esos partidos estábamos mis padres, Don Roberto y yo, esperando que se hiciera la hora del almuerzo. E l griterío de quienes jugaban, la suave brisa de la mañana casi nublada y mi inocente deseo de entrar a pegarle aunque más no fuera un empujón a la improvisada pelota cuando era notorio que –sostenido por los brazos de mi madre- lo único que podía hacer era agitar mis piernas que apenas rozaban el suelo con desesperación, hicieron que aquello se oyera como un susurro: “La puta madre que lo reparió”. Después, con los años, mi vieja me aseguró que Don Roberto Boggan estaba llorando.


© Juan José Mestre

domingo, octubre 07, 2012

LA CAMINATA





Tal como le había dicho el Dr. Pedro Osvaldo Sagreras a mi madre, comencé a caminar a los siete años. Así, de repente, sin decir agua va. Según me cuentan –puesto  que no sé por qué motivo este hecho se borró de mi mente-, los gritos de mi madre sonaron tan fuertes que me caí (literalmente) de culo. Lo cierto es que estaba sentado y mi abuela me tiró los brazos y me paré con toda naturalidad y fui hacia ella. La felicidad de mi familia era total. Así pasaron unos meses conmigo como en “Star Trek”, dedicado “descubrir nuevos mundos” hasta que un día, tan inopinadamente como había comenzado, dejé de caminar. Mi madre habló por teléfono con el médico y éste le dijo que me llevara inmediatamente. Ya en Buenos Aires, en un minuto le dio el diagnóstico: pie plano.  Partió  conmigo hacia la Ortopedia Beltrán, a mejor  de aquellos años. Allí me pusieron unos horribles zoquetes blancos y me pararon dentro de una palangana con yeso fresco. Hasta que fraguó no me dejaron ir, al tiempo que le indicaban esos horribles zapatos “Pie Tutoris” que, junto a las plantillas formarían el arco inexistente de mis plantas. Con ese karma volví a Venado y en dos años estaba medianamente recuperado. Pero al susto de la palangana no me lo saca nadie.

© Juan José Mestre.

sábado, octubre 06, 2012

LETICIA




Margarita Kenny nos había dado como tarea ir al cine el fin de semana. Daban una película que quería comentar en su clase de  psicología del lunes. Yo no fui, Leticia tampoco. Y así, medio curso. Como siempre tenía todo previsto apenas entró al aula, la dividió en dos sectores: los que sí, a la izquierda; los que no, a la derecha. Yo quedé solo en mi banco con tanto recambio. De pronto,  escuché que me decía ¿puedo sentarme con vos? Estaba parada a mi lado con su carpeta apretada contra el pecho. A los cinco minutos estábamos charlando como si nos conociéramos  desde siempre. Charlando es una manera de decir.  Margarita no permitía que se hablara en su clase. Así que permanecimos en silencio gran parte del tiempo. Pero en ese cuasi mutismo, yo la sentí, por primera vez, mi amiga. Y por lo visto fue mutuo, porque a partir de ese momento no nos separamos más. Leticia era una preciosa muchacha de quince años, tímida e introspectiva. Siempre tenía un dejo de tristeza. También podía ser muy alegre por momentos. Pero si hay algo que la caracterizó siempre fue su fidelidad y consecuencia. Puede no cumplir con algo intrascendente, pero nunca te va a dejar en las cosas importantes. Tenemos toda una vida de amigos y muchas cosas compartidas, así que podría estar horas escribiendo sobre ella. No es mi intención; sé que, irremediablemente, aparecerá siempre en estos relatos del día a día.

© Juan José Mestre.

viernes, octubre 05, 2012

LA PERTENENCIA




Siempre he dicho que hay cosas peores que la muerte. El sentir que estás solo en el mundo es la peor de ellas. Desde que murió mi madre, me pasaron cosas que ni quiero recodar. Pero uno de esos días fue el 1 de noviembre de 2008. La señora que me acompañaba  se había ido a Córdoba y no tenía intenciones de volver. Yo estaba en mi casa de mi tía Nilda que no podía atenderme. A las diez y media de aquel domingo la llamó a Leti para que me hiciera pata hasta las siete de la tarde en que teníamos una entrevista con Gladis, una chica que pretendía tomar el trabajo. Pero era todo muy incierto. Si no salía bien, yo me quedaba en banda. Leti fue a buscarme, almorzamos, pasamos la tarde en su casa y unos minutos antes de esa hora, estábamos en casa. Cuando llegamos, Gladis estaba esperando en la puerta. Hicimos la entrevista y desde ese momento quedó cuidando de la casa y de mí. Pero aquel día no se lo deseo a nadie. El no saber que va a ser de vos en las próximas horas es la peor de las incertidumbres. Te convertís en un paria, te aseguro. Perdés entidad. Te quedás congelado en las horas que ni siquiera transcurren. No pertenecés a nadie ni a nadie. Sos  una entelequia. Ni más ni menos. Sólo pido una cosa: no repetir esa experiencia.

© Juan José Mestre


jueves, octubre 04, 2012

LA LIEBRE Y LA TORTUGA




Llegamos a La Cumbre en una preciosa mañana de septiembre. Lo obligado  era llegar al pie del Cristo Redentor. Mientras nos preparábamos para la aventura, le dije a mi mamá que hiciera lo mismo.  Me  contestó que no tenía ganas. Lo pensé y me pareció lógico. Emprendimos el ascenso y ella, con unos pocos más, se quedaron en el micro. Yo parecía un rey rodeado de una corte de adulones. En realidad, buscaban rodearme por todos los flancos para que no me cayera. Era un poco arduo, pero no tanto. Cuando llegamos, nadie cabía en su alegría. Salvo la cara de Leticia, que había optado por subir por el brazo de un arroyito seco para llegar primero. Cuando me vio, no lo podía creer.  Nosotros, fresquitos y campantes; ella. extenuada y cubierta de tierra y ramitas secas. Allá arriba era todo alegría y no tardó en contagiarse. El paisaje era increíble y con Oscar Pollioto y Oscar Paroli fuimos al pie del Cristo y me tuvieron que pisar para que no me llevara el viento. Nos sacamos una foto, pero en una diapositiva. Aún la tengo, pero no se puede escanear. En fin, que la pasamos genial allá arriba  no hay dudas. Ya de regreso al colectivo, le pregunté a mi vieja por qué no había subido. Me dijo que no hubiera soportado el hecho de  llegar ella y yo no… Seguimos nuestro camino en ese viaje de egresados increíble, allá por el ’75. El  trayecto hacia nuestro próximo destino sirvió de descanso y de disfrute  para encarar con fuerzas el desafío de la segunda parada del día.


© Juan José Mestre.


miércoles, octubre 03, 2012

YIRA YIRA





Cuando me preguntan sobre mi estilo entre melancólico y escéptico, acude a mí la imagen de mi viejo. Él era así: un dulce hombre que mucha fe no tenía en el mundo, pero que amaba profunda y calladamente a la gente.  Es que la vida lo castigó duro. En este sentido, no es de extrañar que su tango preferido fuera Yira yira. Y si algo me identifica con su personalidad es, justamente, esta letra de Enrique Santos Discépolo.

Verás que todo es mentira,
verás que nada es amor,
que al mundo nada le importa...
¡Yira!... ¡Yira!...
Aunque te quiebre la vida,
aunque te muerda un dolor,
no esperes nunca una ayuda,
ni una mano, ni un favor.

Es un himno a la impotencia de ser lo que se es por ese albedrío esclavo que la falta de solidaridad y el feroz individualismo imponen a los que no tienen más que la esperanza de un abrazo para seguir adelante. Yo he vivido ese desgarro. Como mi padre y como muchos de nosotros. Porque es un drama universal y, como tal, no debe sorprendernos si se nos advierte que

Cuando estén secas las pilas
de todos los timbres
que vos apretás,
buscando un pecho fraterno
para morir abrazao...
Cuando te dejen tirao
después de cinchar
lo mismo que a mí.
Cuando manyés que a tu lado
se prueban la ropa
que vas a dejar...
Te acordarás de este otario
que un día, cansado,
¡se puso a ladrar!

Y mi viejo, un día, ladró. A mi turno, yo también lo he hecho. Tal vez sea nuestro escudo de armas, nuestra bandera para enarbolar. Nunca le pregunté a mi padre si estaba orgulloso de ello. Pero puedo hablar por mí  y decir que sí. Un ladrido no es poca cosa.



©  Juan José Mestre

martes, octubre 02, 2012

MI MADRE




Mi madre, con sus dieciséis años, era el fuego vital de la casa. Por ese entonces, la abuela había delegado en ella casi todas las tareas domésticas, salvo la cocina, en ella. Mientras ella cosía ropa para la Casa Ansaldi,  Leli  atendía a los hombres (su padre y su hermano), hacía la limpieza, se ocupaba de mi tía Nilda y enseñaba piano a cincuenta y cuatro alumnos. Esto le insumía casi todo el día, más aún cuando toma lección. Esa era la tarea de los martes y los jueves. Los dos pianos no daban abasto y la casa se llenaba de música. Los clásicos, los románticos, las sonatas y la Danza Ritual del Fuego ganaban el aire y lo embellecían. Ella corregía mientras lavaba los pisos. A los quince años comenzó a noviar con un muchacho del que estaba enamorada ( o por lo menos eso creía),  pero rompieron por una tontería. Habría de esperar hasta los veinticuatro años para aceptar otro novio: el que luego sería mi padre. Se casaron en 1952 y perdió tres embarazos antes de   mi nacimiento. Fue un punto de inflexión en su vida. Lejos de apagarla, mi enfermedad le dio el impulso vital  una leona. Se propuso curarme, mejorar mi calidad de vida o lo que pudiera y en eso embarcó a toda la familia. Lo logró con creces y eso la ponía feliz. Un solo año no me festejó el cumpleaños: fue hace casi cuatro años, seis días antes de morir.  Durante  su vida tuvo momentos muy felices, pero siempre un dejo de tristeza se escondía en sus bellos ojos.


© Juan José Mestre.

lunes, octubre 01, 2012

EL PERRO LANUDO




Que la literatura para niños deja mucho que desear, no es ningún hallazgo. Escrita por adultos, los autores  plasman todos sus miedos, frustraciones e infortunios en formas de seres odiosos, hechizos, cuestiones raciales y brujos para decirle a un chico lo que es correcto o no. Lo cierto es que los libros infantiles son verdaderos lavados de cerebros, como el Tío Tom, el de la cabaña, al que le podían hacer cualquier cosa, pero  el debía ser sumiso,  bueno y adorar a sus amos. Una bajeza total. Y abundan los ejemplos. Uno de ellos fue el cuento de EL PERRO LANUDO que mi padre supo comprarme en 1959, apenas apareció. Me lo trajo y nos sentamos él para leerlo, yo para escucharlo. No recuerdo nada del cuento, salvo que a medida que avanzaba el relato, la voz de mi padre cobraba en dramatismo y la cosa se ponía más densa. Cuando terminó, yo rompí en llanto, un inconsolable llanto que, cada vez que lo recuerdo  me retrotrae a aquella angustia. Toda la familia a retarlo a mi padre y yo me tuve que consolar solo. Una verdadera bazofia. Con todo este lío, nunca más me compraron un cuento: yo, agradecido. Cuando apareció María Eena Walsh y Clara Whtty me regaló el long play con etiqueta verde ya tenía diez años y había descubierto a Mark Twain.

@ Juan José Mestre.