La familia se había reunido.
Éramos nosotros y unos cuantos hermanos de mi abuela. Yo tenía un precioso
juego de lotería, regalo de mis padres.
Empezaron a jugar al bingo familiar con ese desparpajo tan común en alguien que
espera pasar una agradable velada. En
medio del juego, yo pedí “cantar” los números. Me dieron las bolillas. Al poco
rato, el tío “Palo” comenzó a protestar por mi demora y mi “tartamudez”. Al
principio, nadie le hizo caso. Pero fue tanta la insistencia y su enojo que mi
mamá optó por quitarme las dichosas bolillas. Comencé a llorar y mi madre estalló.
Me levantó en una forma violenta e irracional. Me llevó a la pileta de la
cocina, abrió la canilla con toda su fuerza y metió mi cabeza bajo el chorro de agua. Nunca sentí tanta
desesperación como aquella vez. No recuerdo cómo terminó la reunión, pero sí
que mi madre dejó una parte de su ser en ese hecho que nunca pudo perdonarse y
que –después- me pedía que no se lo recordara porque le hacía mal. Es que en esa noche se
dejó llevar por un tipo que era la imagen del fracaso. Por alguien que después pagaría
tanta arrogancia de la forma más cruel, pero esa es una historia tan vieja como
el hombre: no ser capaz de aceptar al otro tal cual es.
© Juan José Mestre.
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